Monday, December 17, 2007

Dos o tres veces me vi envuelta en la misma situación, y después yo desquiciada. La situación era la misma, pero la escena, diferente: esta vez nada había en mí que pudiese desquiciarme. Si él estaba perdido y creyó poder perderlo todo con su mirada desencajada, se confundió. Ya no me perdía su mirada, tampoco sus palabras. Si lloré, fue por el pasado.

Demoré enjabonándome el cuerpo como si me bañara para olvidar. Pensé en mí. Pensé en qué estaba haciendo. No encontré otra cosa en la que detenerme más que en el hecho de que me levantaba y me acostaba. Mis días se regían por esos dos acontecimientos que se estiraban eternamente casi hasta tocarse y fundirse en una sola y permanente vigilia. Parecía moverme de un lugar a otro casi a tientas, como si el aire me asfixiara y el calor del verano me adhiriese a la cama, tanto que la llevaba de lastre conmigo durante todas las jornadas.

Tardé algo de tiempo en encontrar un horizonte y creí ir cincelándolo cada vez mejor, como un pedazo de madera rescatado de un río tumultuoso. Pero los días concretos necesitaban un estímulo preciso. Si ella pudo soportar los embates de un horario fijo, mañana tras mañana, fue porque necesitaba sobrevivir. Mi problema era justamente el contrario: si es que, tal vez, necesitaba un trabajo, no era más que para ordenar mi vida.

El espejo me devolvió un reflejo deshilachado, pero entre los flecos de mi pelo brillaba una sonrisa que impresionaba: parecía dibujada. No condecía en nada con quien reposaba detrás. No estaba simulando, no creía estar haciéndolo y, sin embargo, mi risa seguía ahí. Aún cuando quise transfigurarme porque ya no lo soportaba, porque mi impresión estaba trastocándose en pavor, la sonrisa seguía ahí.

¿Qué restaba? El espejo parecía rechazarme a mí y abrazar mi cuerpo sin condiciones. Un cuerpo que emergía con toda su crudeza, como un rato antes, sin dejarme más opción que soltarlo.

Mi carne, desprendida de mí, volvió al cuarto, agarró el bolso y partió mientras él dormitaba.

Sunday, December 09, 2007

El olor fuerte de la madera vieja contrastaba con las sandías que me habían despertado temprano esa mañana. También la penumbra. Sin duda, lo oscuro y solemne de ese departamento era un factor más de nuestra separación. Mezclada entre su ropa, mi ropa y mi concentración puesta en la tarea de seleccionar lo más importante y no escucharlo. Sabía, firme, que no debía darle lugar a esa charla. Él siempre era capaz de salirse con la suya.

Remeras, zapatos, cremas en el bolso que ella me había prestado. Podés quedarte en casa todo el tiempo que necesites para encontrar otro lugar. Generosa pero específica con lo temporario de su ofrecimiento.

Yo revolvía cajones, él era un ruido de fondo con sus reclamos. Un ruido de fondo como el pattern horroroso del empapelado del living y del cuarto en el que habíamos dormido juntos los últimos seis meses.

Entonces encontré el sujetador de encaje turquesa que él me había comprado para el aniversario. Lo levanté en el aire y lo vi balancearse desde mi mano en la imagen que me devolvía el espejo que había detrás de la puerta del placard. Al lado del corpiño, la cara de él esperando una respuesta. ¿No pensás decir nada? Pero ésa era la única pregunta que pude reconstruir. No supe qué respuesta estaba esperando. Mientras no lo miraba a él, sino a su reflejo en el espejo, recordé a Victoria y sus silencios. Tal vez era eso, yo me convertía en ella de a poco.

Hice un esfuerzo enorme por no llorar. Y él lo notó.

Lo vi acercárseme por detrás.

No sé qué fue antes: si verlo o sentir que me acariciaba la cintura.

Su mano fue subiendo lentamente y de pronto me estaba desnudando. Nada más fuera de lugar en la escena.

Sin embargo, solté.

Solté el llanto y el cuerpo. Y lo dejé hacer.