Sunday, November 18, 2007

Desde la oscuridad extrema, la luz volvió de golpe. El papel amarillo de la habitación resplandecía como si hubiera estado absorbiendo toda la luz que entraba por la enorme ventana. Recién entonces me di cuenta de que había dormido a pesar de la sensación de ojos al techo y pensamientos intratables. Indiferente, pestañeaba como para abrir, al fin, los ojos. Y los volvía a cerrar. Ella. Yo los tenía abiertos y no dejaba de mirarla. Tampoco quería salir de esas sábanas perfumadas. Sandías y almendras me había dicho ella la noche anterior cuando, antes de comer, miraba un frasco exótico que reposaba en su estantería.

Ella había conseguido un trabajo en equis editorial en la que le pagaban muy bien pero debía madrugar. Me daba no sé qué despertarla pero me lo había pedido antes de dormirse. Pensé que compartíamos esa cama como si fuésemos amantes domesticadas. Amantes que ya no se besan. Amantes a las que no las sorprende el roce casual, vacío de significado, en una cama amplísima.

Había un abismo entre nosotras y estaba bien que así fuera, ya no éramos nenas.

Me acerqué un poco y, en un rapto, la acaricié. Se despertó sin sobresaltarse. No sé porqué siempre tengo la sensación de que estoy al asalto. Sin embargo, soy tan predecible para quien me conoce. Se rió, era evidente que veía en mí a la nena que fui. Me dio un beso, para ella es tan fácil. Se levantó de un golpe, me agradeció que la despertara. Preparate lo que quieras para desayunar, dijo, y se fue a duchar.

Me quedé en la cama, igual de confundida. Perdida en olas de sandías, siempre arrastrada a deseos inmanejables. Desear otra vez la comodidad de la infancia, de los cuerpos sin culpas, de las amistades sin variables. Escuchaba de fondo el constante sonido de la ducha. Hice esfuerzos por imaginar que era Victoria la que se duchaba. Era nuestra casa, nuestra oportunidad. Una pequeña explosión del calefón cuando ella cerró el grifo me desarmó el rompecabezas.

Al rato vino ya vestida con el pelo mojándole la blusa. De un cofre de madera que guardaba al lado del frasco de esencias sacó una copia de las llaves. Me pidió que me quedara hasta el mediodía, así almorzábamos juntas.

No podés negarte, mirá esta claridad, me dijo, y abriendo sus brazos no encontró medida para la inmensidad de luz que nos rodeaba. Me reí. Sin decir más, se fue.

Caminé descalza por esos pisos de madera durante un rato largo, de un lado a otro. Tuve tiempo para pensar en cómo seguir. Si algo tenía claro era que ya no volvería más a casa. Ésa era más casa que aquella.

Friday, November 09, 2007

Se había cortado la luz la tarde en que me animé a entrar por primera vez. Pero ya hacía rato que la venía rondando, rodeándola. Pensaba en el contraste casi obsceno, promiscuo, de libros viejos, húmedos, con páginas amarillas, mezclados entre esos otros, recién guillotinados, filosos, que todavía emanaban su fuerte olor a tinta. Parecido a cortejarla. Días y días mirando su vidriera, espiando su interior. No lograba dilucidar el movimiento rutinario. ¿Qué días, qué horas atendía él? ¿Y ella?

Esa tarde la penumbra me incitaba con su atmósfera íntima. Junto con la luz había desaparecido el pudor de violentar las instalaciones, los pasillos y los estantes con mi maculada presencia. De uno u otro modo, la vida es un juego de visibilidades. Y en ese momento yo ya no era casi visible. Quizás de ahí emergiera mi osadía, cansada como estaba de la visibilidad que había ganado en el último tiempo. Imagen de mí, nítida, que me anudaba y que no me dejaba respirar.

Entré. Era jueves. Llené mis pulmones de humedad y polvo. El chico leía a la luz de un farol a pilas que imitaba un sol de noche. Yo en sigilo y él tan concentrado. No me registró hasta que llegué a su lado. Me apoyé en el mostrador, dije: hola. Él controló el sobresalto y me miró a los ojos. No dijo buenas tardes. No dije qué estaba buscando. Seguíamos mirándonos.

Al fin dije: supongo que no es un buen momento para encontrar algo que me guste. No, claro, dijo él. Pero hace rato que se cortó, debe estar por volver de un momento a otro, agregó. Puso un señalador y cerró el libro. Vi que estaba leyendo Crimen y castigo. Me dio vértigo: súbitamente pensé que todos somos culpables hasta que se demuestra lo contrario.

O sacaba pronto un tema de conversación, o me daba la vuelta y me iba. Era evidente que él moría de ganas de seguir leyendo. ¿Habría llegado a la escena de los hachazos? No le pregunté, podría desagradarle que le adelantara lo que iba a pasar. Aunque, también pensé, él ya anticipaba lo que vendría.

Afuera ya se hacía noche y yo todavía no había decidido dónde iría a dormir. Atravesando otra vez la oscuridad de los pasillos, me fui. Rogaba que volviera la luz antes de cruzar la puerta. Pero no vino.